sábado, 8 de noviembre de 2008

Deuda de sangre

Adrián Aguirre es un hombre de palabra. Ninguna mentira cruzaba sus labios, ninguna deuda se acumulaba en sus manos, ninguna promesa quedaba inconclusa en su vida. Lastimosamente, en esa fría noche de octubre, Adrián hizo una promesa que no podría cumplir.

Esa noche de octubre él solo podía oler su propia sangre, a pesar de todo el humo de cigarro que lo rodeaba. Logró escupir algo de sangre junto un par de sus dientes, y se asustó por la ausencia de la prominente nariz que lo caracterizaba. Cuando terminaron de quebrar todos los huesos de su mano derecha, dejando una masa amorfa de huesos y carne donde una vez hubo dedos y nudillos, tomaron su mano izquierda y la colocaron en la mesa de billar. Fue en ese preciso momento cuando Adrián cometió el error que determinaría su vida.

Pudo detener a sus atacantes con la promesa de pagarlo todo. Si hubiera sido cualquier otra persona la que prometiera esto, los mafiosos hubieran hecho caso omiso. Pero este era Adrián Aguirre, hombre reconocido y recordado por siempre, SIEMPRE, cumplir su palabra. Le dieron la oportunidad de elegir entre un mes para conseguir todo el dinero, o una oportunidad más para apostar y saldar sus deudas de una vez por todas.

Adrián sabía que tenía dos problemas con las apuestas. El primero es que, ebrio de codicia, nunca sabía cuando detenerse; el segundo problema es que nunca ganaba. De hecho, fue una constante mala racha de apuestas las que lo llevaron a esta situación (aunque no sabría reconocer una buena racha, ya que en su vida a tenido una).

A pesar de reconocer sus dificultades con los juegos de azar, a Adrián le encantaba sentir los dados girar en la palma de su mano, el sonido de las fichas de poker caer lentamente lo ilusionaba, y los colores giratorios de la ruleta lograban esfumar sus preocupaciones. Su ilusión de una vida de lujos y sin preocupaciones siempre se apagaba cuando los dados caían en la mesa, cuando sus compañeros de poker revelaban sus cartas, y cuando la ruleta dejaba de girar.

Adrián nunca ha ganado una apuesta en su vida. De hecho, el nunca ha ganado en nada en toda su vida. Sin embargo, él nunca perdía la esperanza, él nunca dejaba de apostar, y él nunca dejaba de perder. Es por esta singular razón que Adrián decidió hacer su última apuesta, poner su vida en juego y dejarlo todo al azar. Cuatro disparos más tarde lamentaría esta decisión.

Apostaría contra el mismo dueño del casino. Al igual que Adrián, a este magnate de la mafia le encantaba apostar. A diferencia de Adrián, Don Mario nunca perdía. El médico trató con poca delicadeza la mano derecha de Adrián, haciendo remiendos y cortes como si tuviera un trapo en vez de un enorme coágulo de sangre. Una vez controlada la hemorragia, Adrián y el mafioso se dispusieron a jugar.

Sentados uno frente al otro en un pequeño despacho, Don Mario puso su revolver Smith and Wesson .357 magnum en la mesa, sacó todas sus balas del barril menos una. “Jugaremos ruleta rusa” dijo mientras hacía girar el tambor de la pistola.

El barril de esa enorme arma giró hasta esconder la bala entre seis posibles disparos. Don Mario le dio el arma a Adrián. Era pesada, muy pesada, señal de la potencia que una bala disparada por esa arma podría alcanzar. Adrián trató de sacarse de la cabeza la imagen de de sus sesos esparcidos por esa pequeña bala, y concentró todos sus esfuerzos en poner el cañón de esa imponente pistola entre sus dientes.

Adrián mordió levemente el cañón del arma. Si no hubiera tenido aquel olor de su propia sangre en la nariz, tal vez se hubiera dado cuenta que acababa de ser disparada. Tembló, lloró un poco, inhaló todo el aire que pudo, y jaló del gatillo.
El martillo golpeó el tambor del arma. Ese pequeño golpe había sido lo más maravilloso que Adrián había sentido en su vida. Adrián sacó el cañón de su boca, se dio cuenta de lo milagroso que es estar vivo, y por primera vez en su vida trató de retractarse de una promesa.

-“Don Mario, yo le puedo pagar lo que quiera, nada más déme tiempo”

Don Mario tomó el revolver con su enorme mano, apuntó el arma hacia su sien, y jaló el gatillo sin pensarlo dos veces.

Adrián se vio una vez más con una pistola en sus manos. Antes de jalar el gatillo Don Mario le dirigió la palabra.

-“Lo que busco no se puede conseguir con dinero”

Adrián pensó en su vida antes de apostarla una vez más. Recordó cómo lloró su primer día de escuela, lo feliz que estuvo cuando metió aquel glorioso gol en secundaria, su primer día de paga (y de cómo perdió todo el dinero en una apuesta), y aquel carro que tuvo que siempre se le jodía en medio paseo.

Con el revolver en bajo su barbilla le preguntó a Don Mario:

-“¿Qué es lo que busca?”

-“Sentirme vivo”

-“¿Y para sentirse vivo va a arriesgar su vida?”

Don Mario soltó una breve risa, y dijo -“por supuesto, no hay peor sentimiento que el aburrimiento. Cada vez que busco sentirme vivo ocupo una emoción más fuerte que la anterior. Al final de cuentas esta adicción a la vida va a matarme”

Adrián se dio cuenta que él y Don Mario no eran tan diferentes. Adrián también vivía para apostar, y como se acababa de dar cuenta, la única cura para su vicio era la muerte.

Un poco más calmado, puso el dedo sobre el gatillo del revolver. Trató de no pensar mucho en las consecuencias y jaló el gatillo. Pudo escuchar una vez más el martillo golpeando el arma, y este golpe lo despertó de una forma prácticamente religiosa.

Adrián puso el arma en la mesa. En ese preciso instante se dio cuenta de un pequeño detalle: él no quería morir. Puede que su vida no sea perfecta, puede que este ahogándose en deudas, puede que no tenga mucho de qué enorgullecerse, pero definitivamente no quería morir. Rogó una vez más por su vida.

-“Don Mario, vea, puede que usted quiera sentirse vivo y tentar a la muerte, pero por favor déjeme fuera de esta locura”

Don Mario puso el arma nuevamente en su sien. Con una ligera sonrisa, jaló el gatillo.

Adrián había oído muchas veces que cuando una persona muere, esta ve su vida pasar ante sus ojos. Lo que nunca nadie le había dicho es que, cuando una persona mira los ojos de otra muriendo, esta ve la vida del moribundo pasar frente a sus ojos.

Adrián vio el terror de Don Mario cuando su padre llegaba ebrio a su casa, también vio a Don Mario tosiendo con su primer cigarrillo. Vio la declaración de amor a aquella muchacha de cabello negro, vio a Don Mario llorar de amor. Vio la eterna pelea entre Don Mario y su primer carro, que siempre se fregaba en medio paseo.

Adrián había saldado su deuda, pero desearía nunca haberlo hecho. Desde ese día no ha vuelto a dormir, la comida sabe a cartón, hace el amor por inercia y fuma por hábito. A pesar de todo, él nunca volvió a apostar. Efectivamente, la muerte fue la cura de su enfermedad.

5 comentarios:

nickyfc dijo...

carro, es oficial. Ud no sabe cuanto lo envidio. Excelente post como siempre. La humanidad de sus personajes nunca deja de sorprenderme.

Diego dijo...

carro muy bueno. Los personajes geniales. A veces se perdía el ritmo pero a todos nos pasa. Pero coincido con nicky, q envidia. Genial

Luis Aguilar dijo...

Esta muy bien, me gusto mucho la imagen de q uno al ver a alguien morir puede ver en sus ojos la vida q pasa.

krin dijo...

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Anónimo dijo...

Ponete Verde... pero no de envidia, más info en http://identidad-comymk.blogspot.com/