domingo, 20 de abril de 2008

Paseo en una noche de verdor



Me pican los pies. Puede ser por el sudor, alguna picadura de un insecto o el cansancio de estas largas caminatas, en búsqueda de algo que no quiero encontrar.
Esta noche me toca hacer guardia. Tras pasar todo el día caminando, temiendo encontrar el mismo infierno después de casa árbol o matorral, evadiendo minas y serpientes, tengo que pasar la noche despierto, vigilante y atento ante cualquier movimiento o sonido inusual.
Pero en esta jungla, todo movimiento es sospechoso, todo sonido es inusual.

Abrazo mi rifle y noto que tiembla, se sacude haciendo sonar todas sus partes. Pareciera como si el rifle también tuviera miedo.
No sé por que me mandaron aquí, y al parecer los que me mandaron a este infierno verde no se molestan en explicarme mi estadía. No quiero parecer un cobarde, pero solo tengo una cosa que decir que tenga pertinencia alguna.

Quiero irme a mi casa.


Anécdota real de un milagro falso



Miramar está lleno de personajes. Beodos adorables, vagos carismáticos y agricultores trabajadores conviven en esta pacífica comunidad, de la que tengo tantos recuerdos adorados de mi infancia. De todas las figuras del pueblo, el padre Ignacio es el más curioso. Ese hombre es tan viejo como la Biblia, alardea públicamente de lo poco célibe que es, y tiene el récord regional de consumo de licor en una sola noche.
En Miramar se acostumbra obligar a los pre-adolescentes a cooperar en la preparación del festejo navideño en la iglesia, lo cual dura toda la semana previa a la celebración. Mis intentos de resistencia fueron fútiles, por lo que yo también fui obligado a ayudar en la ceremonia. Por toda una semana barrí, limpié y acomodé la iglesia y sus decoraciones. Mi área de trabajo se ubicaba específicamente en el sótano, donde mi responsabilidad de sacar todas las decoraciones sacras para la fecha parecía interminable.
Entre todas esas imágenes santas y adornos se encontraba una estatua de la Virgen, del tamaño de una mujer adulta. Aunque a mi siempre me han espantado las imágenes bíblicas, esas que expresan agonía, sufrimiento y culpa, esta imagen de la Virgen no era para nada espeluznante, más bien era amigable, alentadora, e inclusive bella.
Al estar acomodando todas las cajas polvorientas noté algo irregular en esa Virgen, un detalle que hasta ahora ha pasado desapercibido. Tenía un ligero abultamiento en el vientre.
Lo más lógico era que la estatua era así, que el artista que la creó la hizo pensando en tiempos de Navidad. Al razonar esto no le di más importancia a mi descubrimiento y continué con mis labores. Así pasé tres días sin pensar en ello, hasta el día de Navidad. Ese 24 de Diciembre me tocó ayudar en la mañana en la iglesia, para tener todo listo para la misa. Al fin el sótano estaba acomodado y limpio, y todas las decoraciones en su lugar. Todas las decoraciones menos una, la estatua de la Virgen.
Al levantarla noté algo fuera de lo común. El vientre había crecido, y mucho. Ahora tenía el tamaño que tendría el vientre de una mujer con un embarazo avanzado. Aunque yo nunca había sido una persona de fe, este descubrimiento no solo me sorprendió, me aterrorizó. Tiré a la Virgen y salí apurado del sótano, me dirigí a mi casa sin pensar en el trabajo inconcluso que dejé atrás, no podía sacar la imagen de la Virgen encinta de mi cabeza.
Todos en mi familia nos alistamos para la misa, salimos temprano para poder ubicar un lugar favorable en la iglesia (uno cerca de la salida). Por supuesto que no le comenté mi hallazgo a nadie, ni yo mismo me lo creía. Al llegar a nuestro destino nos dimos cuenta que no fuimos los únicos con la genial idea de llegar temprano, todo el pueblo ya estaba sentado esperando la misa. Nos sentamos en la única banca que quedaba libre, justamente en frente del altar.
No me había sentado cuando sentí el aliento licoroso del padre Ignacio en mi nuca, ordenándome subir por la imagen de la Virgen. No puedo describir lo nervioso que estaba, tuve que levantarme en frente de todo el pueblo y traer del sótano una Virgen embarazada.
La Virgen estaba justo donde la dejé, tirada descuidadamente en una esquina. Juro hasta este día que esa Virgen me miraba, juro que me vio caminar desde la puerta hasta esas esquina donde la arrojé. Reluctante, la puse de pié. El Vientre seguía igual de hinchado, inclusive se podían notar ligeros movimientos en el mismo. En ese momento me volví un joven de fe, recé, y me acerque un poco más a la Virgen. Estaba a punto de cometer un pecado imperdonable.
Mi miedo era descomunal, pero no superaba mi curiosidad. Simplemente tenía que averiguar la magnitud del milagro que se reveló a mi y solo a mí. Historias de herejes recorrían mi cabeza mientras mi mano se acercaba al vientre de la Virgen. Al tocarlo, se movió igual que un niño en el vientre de su madre. Alejé mi mano sorprendido y asustado, pero no satisfecho. Tenía que verlo.
Esto representó un gran dilema moral, lo que se anteponía ante mi y el milagro era la falda de la Virgen. Si levantaba esa falda estaría cometiendo el sacrilegio más perverso de la historia, pero si no lo hacía podría perder la oportunidad de ser la primera persona en presenciar la segunda llegada de Cristo.
Mi curiosidad superó mis escrúpulos. Esta fue la primera vez que le levanto la falda a una mujer (o al menos a la imagen de una), lo que agregó presión al asunto. Tomé la tela entre mis temblorosos dedos, agache ligeramente la cabeza, y levanté suavemente la falda.
Antes de siquiera poder ver el secreto que ocultaba la falda, el castigo divino cayó sobre mi. Incontables avispas salieron de la abertura de la falda atacando todo lo que estaba cerca, o sea, yo. Gritando y llorando corrí hacia la puerta, al menos eso creía, ya que las picaduras en mi rostro no me permitían ver. Al chocar con la pared me di cuenta del peso del pecado que acababa de cometer, y el castigo divino que se lanzó sobre mi es inclusive piadoso comparado con la atrocidad de mis acciones.
Arrepentido y adolorido (y todavía siendo picado por avispas), tanteé la pared apurado en busca de la salida, que daba directamente al altar. La misa ya había comenzado y el pueblo entero entero escuchaba el sermón del padre Ignacio (que es encontraba en estado de pre-ebriedad en ese momento) cuando vieron salir de atrás del altar a un joven rodeado de avispas gritando entre lamentos y alaridos: "¡LE LEVANTE LA FALDA A LA VIRGEN!". Corrí perseguido por las avispas entre las bancas confesando públicamente mi pecado a gritos, con la esperanza de calmar la ira de Dios.
Mientras luchaba por abrir la enorme puerta de la iglesia, mi abuela se levantó de su asiento indignada por mi comportamiento, por lo que fue a aplacar mis gritos a carterazos. Debido a mi constitución débil no pude resistir más castigo y caí inconsciente.
Al despertar en una banca me vi rodeado de señoras enfurecidas por mi herejía, me regañaban, maldecían y juzgaban. Antes de poder explicar el milagro, el padre Ignacio salió del sótano tartamudeando, completamente pálido. Notablemente, él también presenció el milagro.
Intentó explicar la situación, pero los nervios no le dejaron encontrar las palabras. Al ver que era incomprendido, dio la orden a las señoras de seguirlo al sótano, lo cual hicieron sin interrumpir sus reclamos. Yo hice el esfuerzo por levantarme y seguirlas de lejos.
La imagen del la Virgen encinta las enmudeció (callar a esas señoras también es un milagro). El padre Ignacio se acercó a la Virgen, tomó su falda sin vacilar (el tenía mucha más experiencia en levantar faldas que yo) y la levantó súbitamente. El mismo castigo divino cayó sobre él.
Ignoré los gritos del padre y de las señoras para poder fijarme con precisión en el estomago de la Virgen. Un panal de avispas se posaba en las caderas de la Virgen, asemejándose al vientre abultado de una mujer embarazada. Desde ese día no he vuelto a la iglesia, pero siempre titubeo al levantarle la falda a una dama.